Mi hermano sentía fascinación por las bibliotecas. Podía pasarse horas y horas dentro de aquellos edificios. Su rostro lucía una inmensa sonrisa cuando recorría con la vista los curvados anaqueles de las estanterías repletas de ejemplares. Observaba los tomos con la fascinación de un niño que descubre por primera vez los regalos de Navidad junto al árbol.
Yo no podía entender cómo era posible que prefiriese estar allí antes que jugando al fútbol. Todos los chicos del barrio le observábamos con incredulidad cuando nos decía que un libro era una ventana abierta que conseguía trasladarle a lugares inimaginables. Lo cierto es que yo, por más que me esforzaba, no conseguía que me llevaran a ninguna parte.
—No todas las personas saben escuchar lo que nos dicen estos seres con hojas.
—¿Seres con hojas? Tú estás mal de la cabeza, pero ¡si son cosas! ¡Objetos! ¿O es que no te das cuenta? —le decía.
—Son mucho más que eso. Un libro es una puerta abierta a nuevos horizontes. Leer una novela supone emprender un viaje alucinante —afirmaba.
Aunque jamás había salido del barrio, se jactaba de haber visitado el valle de los Reyes en Egipto durante la época de Ramsés II, presumía de haber viajado hasta el centro de la tierra o de haber volado a Júpiter de la mano de Ted Simon. Y es que no existía lugar en el que él no hubiese estado. Era tal la riqueza de detalles, la minuciosidad de las descripciones y la forma en que lo contaba, que resultaba imposible no creerle.
—Los libros son sexis —me confesaba algunas noches.
—¿Que son sexis? Pero ¿tú me estás tomando el pelo o qué?
—¡Sí, sexis! Creo que no he visto nada más sensual en mi vida —aseguraba refiriéndose a las novelas de Emily Brontë.
Para mí sexis eran los cuerpos esculturales de las vigilantes de la playa, modelos cuyas medidas de vértigo aceleraban el corazón, ocasionaban sofocos y provocaban más de una arritmia cardíaca cada vez que encendía la tele. Bustos y caderas inasibles que poblaban los sueños húmedos de los adolescentes. Sexis eran los carnosos labios de Yasmine Bleeth, las sugerentes curvas de Carmen Electra o el explosivo escote que lucía Pamela Anderson en cada episodio. Atractivas eran las piernas de María, las ajustadas camisetas que realzaban su belleza y aquellos ojos color mar en los que uno podía zambullirse durante horas entre clase y clase. Eso sí que destilaba sensualidad. Pese a ello, él insistía:
—¡No hay libros feos! Lo que hay son lectores confundidos. Cada obra posee su propio atractivo. Solo hay que saber buscarlo.
—Pues yo no lo encuentro —le espetaba.
—Eso es porque no sabes mirar. El principito decía que lo esencial es invisible a los ojos.
—¿A qué te refieres? —le preguntaba.
—A que hay que mirar con el corazón.
La fijación de Miguel por las bibliotecas creció. Tanto que se convirtieron en su segunda casa. No salía de allí ni a la rastra.
Recuerdo un treinta y uno de diciembre. Estaban a punto de dar las campanadas.
—¿Y Miguel? —le pregunté a mi madre.
—Se ha ido con los amigos.
—Pero si no tiene ninguno.
—Sí. Está con sus libros, en la biblioteca.
Aquel año y los siguientes mi hermano se tomó las uvas junto a las obras que reposaban en las estanterías. Al parecer, aquellos volúmenes le hacían más compañía que las personas.
En ocasiones, le presentaba a algunas de mis amigas para ver si así se olvidaba de los libros. Pero él no mostraba ningún interés.
—¿No será que te gustan los chicos? Si quieres te presento a algunos de mis colegas. ¡No pasa nada por salir del armario! Estamos en el siglo XXI.
—¡No insistas! Mi corazón ya tiene dueño.
—¿Y quién es la afortunada o el afortunado, si se puede saber?
—¡Ya lo sabes! Mi único amor son los libros.
—Pe… Pero con un libro no puedes mantener una conversación. No
puedes abrazarlo, no puedes quererlo, no puedes amarlo.
—¡Eso lo dices tú! A mí me basta con abrir Romeo y Julieta para saber qué es el amor.
—Por mucho que leas, si nunca has experimentado ese sentimiento no podrás saber qué es eso. Lo que trato de decirte es que en el mundo hay un sinfín de cosas y te las estás perdiendo.
—¡No lo creo! Todo está escrito y aparece en las novelas. Además, los libros son vidas que no vivimos y que pudimos vivir.
Los años fueron transcurriendo. Una tarde descubrí que el cuello de Miguel presentaba una tonalidad blanquecina y su piel parecía apergaminada. Entonces no le di mucha importancia, pero con el paso de los meses su aspecto cambió. Su carne mutó hasta convertirse en una textura similar a la del papel. Y sobre ella nacieron un sinfín de párrafos y caracteres. En el pelo le salieron hojas y sus brazos se acartonaron hasta adquirir una extrema rigidez. Tras consultar a varios expertos, la respuesta fue unánime: tu hermano se está convirtiendo en aquello que ama.
Había pasado tantas horas en la biblioteca que su cuerpo terminó por mimetizarse con el paisaje, como esos animales que a través de los colores, las texturas y las formas se integraban a la perfección en el ambiente.
Un día, cuando entré en la biblioteca, ya no le volví a ver.
Muchos filólogos y hombres de letras creen que mi hermano es un ejemplar más apilado en los estantes. Algunos estudiosos apuntan a que pudo materializarse en una novela titulada La metamorfosis 2, de un tal Miguel Martín.
Años más tarde, cuando mi madre se encontraba en el lecho de muerte a punto de expirar su último aliento, me reveló aquella fascinación que Miguel sentía por los libros. Al parecer, el parto de mi progenitora, se adelantó un par de meses y el azar quiso que diese a luz en una biblioteca. Según su teoría, para Miguel aquellos lugares eran una especie de cordón umbilical que le mantenían atado al mundo.