Algunas tardes me siento junto a la orilla de la playa y, a pesar de que el mar está desierto y no se ve a nadie, oigo voces procedentes del agua. Dicen mi nombre, una y otra vez, como la rueda de un molino que no cesa de dar vueltas. Aun así, yo trato de ignorarlas, de no hacer caso a esas voces. Los médicos creen que están en mi cabeza, que son figuraciones mías. No existen, me han dicho en cientos de ocasiones en el psiquiátrico mientras me atiborran de pastillas. Sin embargo son tan reales que esta vez, atraído por la curiosidad, me interno en el agua. Está fría y huele a salitre. En el horizonte, el sol es un queso gigante. Cuanto más me adentro, con mayor nitidez escucho las voces. Rubén, Rubén, parecen decirme. El agua ya sobrepasa mi cintura y todavía no sé qué es lo que quieren. De repente una ola me engulle. Me atrapa entre sus garras y apenas puedo respirar. Me falta el aire, mi cabeza estalla en mil pedazos y luego se hace el silencio. Ahora al ver a los bañistas, soy yo quién los llama, esperando a que cualquiera de esos incautos ocupe mi puesto.
Este micro obtuvo una mención en el Concurso especial #100 de Las Historias de Alberto Chimal