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Archive for enero 2017

SCROOGE

—Es un trabajo fácil. El primo es un viejo. Durante años fue un importante prestamista. Desde que se jubiló vive solo. No tiene mujer ni hijos. Y lo mejor: es un avaricioso. Es tan raro que no se fía de nadie. Ni siquiera de los bancos. El tipo está forrado. En casa debe de tener un pastizal —le había confesado horas antes su socio.

Con una goma elástica se fijó un cojín en la tripa. Después se colocó una frondosa barba postiza que había comprado en una tienda de los chinos, se puso el traje rojo de Santa Claus y se caló el gorro. Finalmente, se apeó de la furgoneta y caminó un par de manzanas. Cuando se cruzaba con alguien sonreía y con una voz profunda les decía:

—Jo, jo, jo… ¡Feliz Navidad!

Eligió la esquina como lugar estratégico. Puso un pequeño cesto a sus pies y dirigió la vista hacia el portal. De vez en cuando, algún viandante se compadecía de él y le echaba alguna moneda. Estuvo así un par de horas. Ya comenzaba a desesperarse cuando reconoció al anciano de las fotografías.

Es él, es él, por fin sale de casa, se dijo.

Enseguida le vino a la memoria aquel estrambótico personaje de Dickens. El anciano guardaba un parecido extraordinario con el Señor Scrooge. Era alto, tenía el rostro afilado y su cuerpo parecía una endeble masa de huesos y piel. Cuando lo vio alejarse, dejó su puesto, cruzó la calle y tocó uno de los timbres del bloque. Disponía de veinte minutos.

—Correo comercial —dijo entre dientes.

Se oyó un zumbido metálico y la puerta se abrió. Subió las escaleras con sigilo hasta el tercer piso. Durante el trayecto no se topó con nadie. Se detuvo frente a la letra B. Extrajo una ganzúa del bolsillo y forzó la puerta de la vivienda. Le resultó tan sencillo como quitarle un caramelo a un bebé.

Ya en el interior, se puso a registrar las dependencias. Reparó en el austero mobiliario de la sala de estar, en las grietas de las paredes, en el desvencijado sofá de piel que presidía la estancia. No había ningún signo de ostentación. Aquella no era la casa de un millonario. Hasta la televisión de tubo pertenecía a otra época.

En el dormitorio inspeccionó los cajones de la mesilla, miró dentro del armario y echó un vistazo bajo colchón. Pegado a las tablas del somier descubrió un sobre. Dentro había tres billetes de veinte euros.

Durante unos instantes sintió remordimientos por apropiarse de los ahorros de un pobre viejo.

Pero ¿qué coño?, pensó. Seguro que percibe una buena pensión.

Él estaba en el paro, con tres hijos, una esposa minusválida y la espada de Damocles de la hipoteca se cernía sobre su garganta. El día menos pensado los desahuciarían.

—No puedo hacer algo así. Ese viejo está peor que yo —dijo en voz alta.

Metió el dinero en el sobre y lo volvió a dejar en el somier.

Ya estaba a punto de marcharse cuando, al fondo de la estancia, vio otra puerta. Estaba cerrada con llave. Tardó un rato, pero finalmente la abrió. Al dar la luz, distinguió a una niña desnutrida, con la mirada triste y la ropa hecha jirones, acurrucada contra la pared. Al verlo, la pequeña se levantó, corrió hacia él y se abrazó a sus piernas.

—¡Por favor, Papá Noel, por favor, sácame de aquí! —le rogó entre lágrimas.

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